Un cuento inédito de su autor. La crónica de un caso clínico disparatado.
Mientras veía la telenovela turca, la señora Palencia sintió un roce extraño en el interior de la mejilla derecha. Al revisarse frente al espejo del baño, comprobó que tenía una muela corrida.
—¿Eggaggagggghahw? —le preguntó al odontólogo a la tarde siguiente.
—¿Disculpe? —dijo este, sacando el espejo de la boca.
—¿Qué tan corrida la ve? —repitió la señora.
Por toda respuesta, el odontólogo se rascó la frente e hizo un gesto de gravedad.
La desviación avanzó tan rápido como había aparecido. Al amanecer, antes de que estuvieran listos los resultados de la cefalometría, la muela se había corrido tanto, que apareció en la encía del señor Palencia. El anciano, tras el doloroso descubrimiento, se hizo revisar en la misma clínica, pero a la mañana siguiente la muela intrusa ya no estaba en su encía, sino en la de su nieto de nueve años.
Gente de espíritu práctico, los señores Palencia decidieron no llevar a su nieto al odontólogo; en cambio, le dieron analgésicos y antiinflamatorios y se ocuparon de prevenir a sus vecinos con la advertencia de que alguno de ellos podía amanecer con una muela corrida, circunstancia que, por lo demás, no debía alarmarlos sobremanera, ya que, según sus cálculos, la pieza dental mudaba de boca cada veinticuatro horas.
Así fue. Sucesivamente, la muela corrida se trasladó de la encía del niño a la boca de cada uno de los Urueta, de los Leyva, de los Jiménez. Al cabo de dieciocho días, había recorrido toda la acera.
Al enterarse, el odontólogo de la clínica se declaró desconcertado. En diecisiete años de ejercicio, era la primera vez que veía algo así. Cuando la muela corrida se instaló en la encía de la señora Hernández, este la visitó y le propuso llevarla a su gabinete para estudiar, bajo anestesia, el desplazamiento de la muela durante las próximas veinticuatro horas. Pese a la insistencia, la señora se negó, pues de acompañarlo, ¿cómo iba a ver el episodio final de la telenovela turca, sin mencionar la posible visita sorpresa de su hija, que quizá llegara a la ciudad después de tres años de residencia en Berlín?
Buscando detener su peregrinaje, el molar errante fue finalmente extraído de la encía de un soldador que vivía a dos cuadras de la casa de los Palencia. La muela, por cierto, le fue restituida a su primera dueña, quien la guardó en un cofre de aluminio, donde de todas formas no duró mucho: tres días más tarde, volvió a agarrar el cofre para buscar un termómetro y no la encontró allí.
Aprovecho este espacio para prevenir al eventual lector de esta crónica: si algún día un segundo molar con manchitas amarillas aparece en algún rincón de su casa, no se extrañe, ni tampoco se apresure a recogerlo. En primer lugar, porque ¿qué estorbo puede hacerle una pequeña muela? En segundo, porque al día siguiente, con toda seguridad, ya no la hallará en donde sea que la guarde: estará haciendo hogar transitorio en una gaveta, al lado del servilletero o debajo de la nevera de la casa de alguien más.
Algo, sin embargo, sí le pedimos: que, tan pronto la vea, le tome una foto y nos la envíe a nuestro correo electrónico. Los señores Palencia recibirán esa imagen con un agrado nostálgico muy similar al que experimenta la señora Hernández cuando le llegan las postales de su hija desde Berlín.
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