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Las cartas de amor que Gabo quiso quemar

Son múltiples las versiones que rodean el destino de las cartas que se intercambiaron el escritor Gabriel García Márquez y su esposa Mercedes Barcha. Se comenta que fueron alrededor de 650 hojas; también se dice que Gabo se las compró a ella misma para luego quemarlas en una chimenea. En realidad, ¿a dónde fueron a parar las cartas? ¿Y por qué el Nobel se empeñó en deshacerse de ellas?

G. G. Márquez y Mercedes Barcha / Foto: Diario Marca

La primera correspondencia


Cuando se vieron por primera vez, en Magangué, Gabriel tenía 13 años y Mercedes 8. Al año siguiente, en 1945, se vieron de nuevo en un baile celebrado en Sucre. Se dice que en ese momento García Márquez le dijo a su papá, quien era boticario como el papá de Mercedes, que ya conocía a su futura esposa. Se hicieron novios y se casaron 17 años después. Estuvieron juntos por más de medio siglo, hasta la muerte del autor de El coronel no tiene quien le escriba en el 2014.


Antes del matrimonio, el escritor cataquero y su compañera establecieron una correspondencia de la que siempre ha habido más rumores que fragmentos filtrados.


A mediados de los 50, ya instalado en Francia como corresponsal de El Espectador, García Márquez le escribió que no regresaría a Colombia si ella no le daba una respuesta sobre su propuesta de matrimonio. “Sí, quiero”, le contestó Barcha a vuelta de correo. El periodista volvió al país y contrajeron nupcias en marzo del 58, en una iglesia de Barranquilla.


“Ese matrimonio se iba a acabar por las malditas cartas”


Hubo más cartas de amor, desde luego. El mismo Nobel de Literatura dijo que eran alrededor de 650 hojas, pero todo parece indicar que ya no existen. Desde que uno de sus amigos vendió a una universidad norteamericana las cartas que le escribió, Gabo prometió dejar de sostener correspondencias. No quería que sus cartas, que pertenecían a su intimidad, se convirtieran en objetos de mercancía. Sin embargo, siguió escribiendo misivas a pesar de su promesa, aunque con menos frecuencia que antes.


Sobre las que le escribió a Mercedes, que se aficionó a coleccionarlas, él mismo dijo que se las había comprado por 100 bolívares, cuando ambos vivían en Venezuela, por temor a que alguien se las robara. Una vez compradas, las echó a la chimenea. Cuando contó esta versión, Mercedes lo contradijo: “Las echaste a la basura, porque en Venezuela no hay chimeneas”.


Después el escritor diría que en realidad le pagó mil pesos de la época. Luego, que el pago fueron 100 dólares. Más tarde, confesaría que lo que lo llevó a destruir los papeles no había sido el temor a los ladrones, sino su afán por conservar el matrimonio.


Mercedes, cada tanto, volvía sobre aquella correspondencia para echarle en cara una cosa que su esposo había escrito que nunca haría y eso a él lo mortificaba. “Ya yo no podía vivir así. Ese matrimonio se iba acabar por las malditas cartas”, contó García Márquez durante una entrevista en 1994. Decidió entonces que lo mejor era deshacerse de ellas.


Las dedicatorias, esas otras cartas


Ahora bien: aunque se desconozcan las cartas que le escribió Gabo a Mercedes, son de dominio público las veces que la nombró en su obra y las dedicatorias que le inspiró, ya fueran directas o veladas.


En las primeras páginas de Los funerales de la Mamá Grande (1962) se lee “Al cocodrilo sagrado”, que era uno de los apodos que el escritor le tenía a Mercedes. En Cien años de soledad (1967), se refiere a ella como “Mercedes, la boticaria silenciosa” que tiene la “belleza sigilosa de una serpiente del Nilo”. En El amor en los tiempos del cólera (1985), la famosa dedicatoria dice: “Para Mercedes, por supuesto”.


Sin embargo, García Márquez ya había escrito sobre la que sería su esposa mucho antes, en diciembre de 1950, cuando él tenía 23 años y ella 18. Fue en una columna llamada “La amiga”, de aquellas que escribía en El Heraldo bajo el seudónimo de Septimus.


Gabriel tenía tiempo sin ver a la hija del boticario. La columna empieza de este modo: “A veces se retorna a una amiga y se tiene la impresión de que el mundo es una casa de dos cuartos. Nada más”.


Continúa: “Cuando cesa el vértigo del encuentro, la amiga va revelando secretos paraísos interiores. Se nos había olvidado que tenía el cabello así y vemos cómo se le revuelve en la frente y cómo se le convierte en una estación de vientos encontrados”.


Luego, hacia el final, dice así: “Es posible que prometa escribirle una carta a máquina (…) y que ella, condescendiente, diga que está muy bien, que le parece la aventura más encantadora del mundo. Entonces uno empezará la carta: ‘Mi perfecta amiga…’”.

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