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Enerofobia: Una defensa del mes menos querido de todos

Las razones de por qué odiamos enero y las razones para, con suerte, odiarlo un poco menos.


La mala fama de enero se explica, sobre todo, por dos razones. En primer lugar, por el contraste desfavorable: lleva el lastre de venir después del mes favorito de todos. Imaginemos a un cantante que sube a la tarima después de un show demasiado corto de la estrella principal.


Salimos de diciembre, que (para los más afortunados) es la época de las luces, los regalos, las comidas, el trago, la ropa y, en resumen, de la pompa y la abundancia, para enseguida entrar en la época de la lentitud, el aburrimiento, la grisura y a menudo (por vaciamiento) de la escasez. Enero tiene ese espíritu de desastre lánguido que recorre las casas y los salones después de terminada una fiesta.


En segundo lugar, su mala fama se explica por ser el primero de los doce meses del calendario. Es retornar al principio del ciclo. Habríamos querido que diciembre durara el doble, o incluso que hubiera un mes número trece, pero debemos devolvernos al mes uno y enfrentar el tedio de la repetición. El retorno al principio sugiere la ida de esfuerzo en vano, de Sísifo volviendo a empujar la piedra. Significa hacerlo de nuevo (salvo que nada, en rigor, ocurre de nuevo), que es lo mismo que pasa en los lunes.


Los reinicios siempre cuestan trabajo: luego de almorzar para volver a la oficina si eres un asalariado, luego de darse de alta tras una lesión si eres un deportista, luego de acabar una relación de pareja o tras la muerte de un ser querido si eres cualquier persona. Incluso a los motores de las máquinas les toma un momento retomar el ritmo después de haberse detenido. Los reinicios cuestan porque dan la impresión de que hay que aprender todo otra vez, y, en cierto modo, es así.


Son muchas las notas de prensa que enumeran las razones por las cuales estos primeros treinta y un días son los peores del año y que afirman esa especie de “enerofobia” tan extendida entre la gente y tan explotada por los malos comediantes, pero no hay ninguna nota que los vindique, que se detenga a considerar lo bueno que tienen y a ponderar la función que han llegado a cumplir. Esta puede ser, quizá, esa nota.


Fue una amiga quien me hizo pensar en las bondades de enero, sobre todo de los eneros que vive la gente del Caribe. Me señaló que se trataba de un mes de reposo y transición: una tregua entre el derroche de diciembre y el desorden del Carnaval de febrero. Un mes que, además, con sus ánimos de terreno llano, les da relieve a diciembre y a febrero, del mismo modo que dos ruidos consecutivos solo destacan (o solo existen, de hecho) porque hay un silencio en la mitad de ambos. A propósito de esto, cuando el emperador Julio Cesar, hace 2.000 años, introdujo su calendario (el cual predominó por varios siglos hasta que fue sustituido por el gregoriano, que es nuestro calendario actual), consagró este mes a Jano, que es el dios de las dos caras. Este, pues, es el mes que mira al mismo tiempo hacia adelante y hacia atrás.


También en este mes es cuando llegan, creo, las brisas. Los alisios que antes levantaban las arenas de finales de año ahora aparecen en enero. Así, quienes estén aún enguayabados por la terminación de diciembre pueden encontrar un pedazo de nostalgia en el retraso de ese fenómeno, que ya es casi un personaje de la fauna mundana de Barranquilla. Mi amiga no dejó de mencionar esas ventoleras, que van como arrastrando consigo la música de Carnaval, pues las canciones de Aníbal Velásquez y de Los Corraleros de Majagual empiezan a llegar a rachas también, a medida que se acerca febrero y van dominando poco a poco los bailes de esquina y la programación de las emisoras.


Hablando de nostalgia, a menudo se pasa por alto que enero también tiene la suya; puede pensarse que el hecho de que no se aprecie lo suficiente se debe a que ha sido eclipsada por la nostalgia de las Velitas, Navidad y Año Nuevo, que es oportunamente reforzada por los comercios y los medios de comunicación a través de estrategias de mercadotecnia.


La de diciembre es una nostalgia de la infancia; la de enero es una nostalgia del presente. En el fondo sabemos que no habrá semanas más solitarias ni más pausadas que estas; en ningún otro mes tendremos tanto derecho a la pereza sin sentir la amenaza del remordimiento por el imperativo interiorizado de la productividad. En ningún otro mes se nos meterá tanto el tiempo por dentro; no hay otros treinta y un días que desafíen tanto como estos el culto a la velocidad. Sabemos también esa otra cosa que pocos suelen reconocerle a enero; terminaré esta defensa mencionándola, a despecho de su cursilería: su cielo es uno de los más tersos y cerúleos de todo el año.

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