Dirigida por el tailandés Apichatpong Weerasethakul y rodada entre Bogotá y Pijao, “Memoria” ganó el Premio del Jurado en Cannes y fue elegida para representar a Colombia en los Óscar.
Jessica Holland (Tilda Swinton), una mujer extranjera que cultiva orquídeas en Medellín, está de paso en Bogotá visitando a su hermana enferma. Una madrugada, la despierta un sonido: es un bang siniestro que suena “como un estruendo desde el centro de la tierra”; “como si una bola de metal cayera en el asfalto rodeada de agua del océano”.
Se levanta de la cama, sobrecogida por esa explosión metálica, de eco breve y blando. En una cabina de sonido la ayudan a recrear el estruendo, pero no es suficiente. Ahora, Jessica quiere conocer su razón y su significado, pues parece sospechar que es algo más que una alucinación auditiva. Es entonces cuando inicia un viaje que la llevará adonde Hernán (Elkin Díaz), un pescador ermitaño que muere cuando duerme, que lo recuerda todo y con quien establecerá una conexión trascendental.
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A Jessica no le suceden cosas: suceden cosas en ella. Más aún: no le ocurren cosas: es ella lo que ocurre. A lo largo de las dos horas y quince minutos que dura este largometraje, Jessica ocurre. Es ella la que, con su abstracción, su extravío y su curiosidad, dicta el ritmo de la película. El espectador recorre con ella lugares de Bogotá y Pijao en busca de algo que le es esquivo y que reaparece solo lo suficiente como para avivar esa búsqueda.
¿Se trata de un llamado?
Siempre quiere entender. Cuando, en una escena de la película, entra al laboratorio arqueológico de la Universidad Nacional y le muestran unos huesos y un cráneo perforado, Jessica mete el dedo en el agujero y hace preguntas. Puede que el esqueleto tenga 6.000 años, le dicen. El cráneo había sido encontrado en las excavaciones de la construcción del Túnel de la Línea. La impresión que le deja ese episodio parece convencerla de que el origen de lo que busca es anterior a esa madrugada del estruendo y, acaso, anterior a ella
misma.
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Antes de su estreno nacional, Apichatpong Weerasethakul dijo que Memoria era un homenaje a Colombia desde la perspectiva de un extranjero. No quería hacer una crítica, sino solo observar. Para hacerlo, Weerasethakul prefirió captar la inquietud por medio de la quietud y el malestar a través del aire y el silencio. No es una película sobre la violencia, sino sobre sus ecos, es decir, su memoria recóndita y la posibilidad de recuperarla y volverla precisa. De esto me parece que ya hay un aviso en el afiche promocional, donde aparece la protagonista tendida sobre unas montañas, imagen que remite a “Violencia”, el lienzo de Alejandro Obregón.
A propósito de la recuperación, Memoria constantemente muestra y habla de cosas que están ocultas y que brotan o se extraen, como los recuerdos: flores en tierras de cultivo, un sonido en la cabeza de una mujer, peces en el agua de un río, huesos antiguos en un túnel que horada una cordillera. Hay algo que está escondido y que pide brotar o ser extraído.
La película es la historia de ese brote repentino y de esa paciente extracción.
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De manera informal, Memoria está dividida en dos partes: en la primera, Jessica traza un itinerario urbano por diferentes calles y recintos de Bogotá; en la segunda, el recorrido es rural: viaja a la región amazónica.
La primera mitad incluye escenas enigmáticas, como el concierto de alarmas y luces de carros en el parqueadero; absorbentes, como la recreación del estruendo en una cabina de sonido; perturbadoras, como la segunda aparición de ese bang durante la cena en el restaurante. Sin embargo, esta hora inicial de metraje carece, por ratos, de potencial de sugerencia.
¿El director intentó que los espectadores buscaran a tientas un significado en la pantalla del mismo modo que Jessica buscaba a tientas el origen del ruido?, como alguien conjeturó. Tal vez. Lo cierto es que la opacidad del resultado impide que la primera mitad se siga con el mismo interés que la segunda.
Es en la segunda parte cuando el milagro sucede. La película nunca deja de ser pausada, pero aquí su parsimonia gana mayor profundidad. No daré muchos detalles; solo diré que son 45 minutos dotados de una extraña fuerza conmovedora. Tras una reunión en medio de la selva, ocurre una epifanía y acaba la búsqueda. Hay un río, una piedra, un licor, una casucha de pintura descascarada. Con gran economía de recursos, Weerasethakul consigue entregar una revelación extática, dolorosa por su claridad, que se remonta a los orígenes del mundo y que deja a su protagonista y a los espectadores con una sensación de reposo, pues al fin todo, o casi todo, ha cobrado sentido.
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