De Santo Tomás, municipio del Atlántico, se ha dicho que es el pueblo de la región Caribe con la mayor cantidad de profesionales por metro cuadrado. Dentro de esos hay una considerable cantidad de escritores de talento e ingenio: algunos, como Ramón Molinares, con una trayectoria remarcable; otros, como Iván Fontalvo, con una carrera promisoria ya en construcción. En este reportaje, dividido en dos entregas, hablamos de (y con) cuatro de ellos.
Antonio Rivero se asombró de que Irlanda, pese a lo reducido de su superficie y población (70.274 km2 y poco más de 4 millones de habitantes), fuera un país pródigo en escritores ilustres: Swift, Wilde, Shaw, Yeats y Joyce nacieron dentro de sus fronteras.
El caso de Uruguay es parecido. Una ciudad como Bogotá duplica su población, y, sin embargo, en Latinoamérica tal vez no exista un país, con excepción de México y Argentina, que cuente con una tradición literaria tan sólida. De Montevideo fueron Conde Lautréamont, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Eduardo Galeano, Mario Levrero y Cristina Peri Rossi, sin contar a los oscuros Horacio Quiroga y Armonia Somers, nacidos en ciudades periféricas.
El departamento del Atlántico, situado al norte de Colombia, tiene también su breve parnaso. Fundado a principios del siglo XVIII y separado de Barranquilla por apenas 20 minutos, Santo Tomás es un municipio que se expande en 66 km2 de área predominantemente rural, rodeado al norte por Sabanalarga y bañado al este por su propia ciénaga. Es, como todos los pueblos de la región Caribe, caliente y arenoso, pero, a diferencia de otros, cada domingo, en sus patios y terrazas sembrados de mangos, no es inusual encontrar a un poeta tomando el fresco o jugando al ajedrez.
Así como Rivero afirmó que Irlanda es la tierra con mejores escritores por metro cuadrado, hay quien ha arriesgado la conjetura de que, en términos de población relativa, Santo Tomás es el pueblo de Colombia con más profesionales, entre esos varios hombres de letras.
Ramón, un hombre destinado a escribir
Era el final de la ceremonia de lanzamiento de cierta antología de poesía. Al ver que la agenda se había alterado y que no solo los poetas del libro estaban declamando en el estrado, Ramón Molinares saltó de su asiento, le arrebató el micrófono al hombrecillo que lo empuñaba y recitó estos versos con una voz lagrimosa:
Siento viajar tus ojos y es distante el otoño: boina gris, voz de pájaro y corazón de casa hacia donde emigraban mis profundos anhelos y caían mis besos alegres como brasas.
—¿De quién es, ah? —les preguntó de golpe a las personas del auditorio, echándoles una mirada desafiante con sus ojos rodeados de ojeras—. ¿De quién es? —repitió.
Silencio. Apenas unos murmullos. Molinares se impacientó.
—¡De Neruda, hombe!
Lo vi por segunda vez a la semana siguiente. Estaba en la cafetería de un centro comercial del norte de Barranquilla. Sentado a la misma mesa que los jugadores, Ramón contemplaba abstraído una partida de ajedrez. También un miércoles al atardecer, antes de viajar con un cadáver a Santo Domingo, el falso Antonio Aruhanca (héroe de su novela más célebre) se sienta en un café a observar una partida de ajedrez. Me pregunté si era conveniente mencionar la coincidencia; supuse que nadie, excepto el mismo Ramón, me habría de creer. Ya se advirtió en cierta oportunidad que la realidad no debe servirse de las grandes casualidades que le están prohibidas a la literatura.
—¿Cómo tomó conciencia de su vocación literaria?
—Esa pregunta me la he hecho siempre, porque a los 25 años yo aún no había leído nada. Creo que esa vocación nació cuando, estando en tercer año elemental, una maestra me puso a recitar un poema para un día de fiesta nacional. De allí en adelante yo me convertí en el declamador de la escuela primaria; luego pasó lo mismo en los demás colegios en donde estuve. Esas declamaciones hicieron que me encariñara con la belleza de las palabras.
—¿Cómo fue el proceso de escritura de Un hombre destinado a mentir?
—Duró unos tres años, pero incluidos sábados y domingos de Carnaval. ¡Me dejó agotado! Yo había escrito dos novelas: Exiliados en Lille, que habla de los chilenos que, por los tiempos de Pinochet, buscaron refugio en la ciudad francesa; luego vino El saxofón del cautivo, en donde hablo de la guerrilla colombiana, en particular del M-19, que, en 1974, juzgó al dirigente sindical José Raquel Mercado, acusándolo de traición a la clase obrera. Entonces la gente me decía: “Lo que pasa es que tú estuviste con ese man en la guerrilla; no inventaste nada; solamente transcribiste los acontecimientos”. Lo mismo dijeron de Exiliados: que yo no había inventado nada. Como eso me mortificaba mucho, me dije: “Ahora les voy a tirar una invención total para ver qué van a decir”. Un hombre destinado a mentir es una invención que el lector no puede situar dentro de un acontecimiento histórico, porque todo es mentira. Ese fue el reto mío.
Molinares viajó a Francia en 1967 con el grupo de teatro de la Universidad Libre de Bogotá. Ese grupo representó a Colombia en Nancy; el novelista fue el primer coronel loco de El monte calvo. Volvió a ese país en 1977 y allá permaneció hasta 1988. En las universidades de Montpellier y Lille realizó estudios de literatura francesa; su tesis de maestría versó sobre las afinidades entre las obras de Borges y Robbe-Grillet.
“Por ese entonces, yo me sentía muy mal en mi piel”, relata. “No levantaba novia y envidiaba a mis amigos peruanos, que tenían mucho éxito con las mujeres. Yo quería ser otro. Por eso inventé a Antonio Aruhanca: porque encontraba que ese indio peruano tenía una identidad más fuerte que la mía. Si hiciéramos una fiesta y pusiéramos un grupo de indios arhuacos por aquí, uno de europeos por allá y otro de colombianos por este lado, te aseguro que toda la noche los mestizos colombianos se la pasarían mirando a los europeos. ¡Los arhuacos, no! Ellos están contentos consigo mismos; no se quieren parecer a nadie”.
—¿Qué tanto de Santo Tomás hay en Vilcayo?
Ramón ríe con astucia antes de responder.
—En realidad, eso sí no lo pude evitar: Vilcayo es Santo Tomás.
—En su obra se percibe una gran preocupación por el estilo...
—Siempre he tratado de ser sencillo, que es lo más difícil. El deseo de escribir bien tuvo que venir de haber leído a Borges y a García Márquez. Abre un libro de ellos donde tú quieras y el lenguaje es bello. En ese sentido, a mí no me gusta para nada el estilo de Vargas Llosa. Él no tiene su Pedro Páramo. Nadie dice, por ejemplo: “Esto es vargallosiano”. Lo que me gusta de sus novelas es la trama. Cada página de Vargas Llosa vale solamente por las que le preceden y por las que le siguen después, pero no sobreviven por sí mismas.
—¿Siente que su obra pudo haber gozado de mayor atención?
—Creo que mis colegas de Barranquilla no han sido lo suficientemente generosos para reconocer las virtudes de Un hombre destinado a mentir. En cierto momento, cuando a un amigo escritor le preguntaron por el libro, él dijo en son de chiste: “Yo no leo novelas donde salen burros”. Yo respondí que si Vallejo hablaba de su burro peruano en el Perú, ¿por qué yo no habría de hablar de mi burro tomasino?”. —Se ríe otra vez y agrega—: Algunos malinterpretaron el chiste y eso tuvo repercusiones negativas en los lectores. Sin embargo, ese mismo amigo afirmó hace poco que esa novela era la mejor que se había escrito entre nosotros. En todo caso, más allá del éxito literario, que no siempre se decide por razones literarias, mi mayor satisfacción está en haber publicado cuatro libros siendo un tipo que creció en un pueblito sin luz eléctrica, andando descalzo y montando burros para recoger el agua en la Ciénaga.
Pedro, el aforista visceral
El fundador y director de la extinta revista Múcura fue Pedro Conrado, sociólogo, escritor y poeta. En su columna semanal pueden leerse desde reflexiones en torno a un ensayo de Byung- Chul Han, hasta una diatriba contra las corralejas. Es autor, entre otros títulos, de En contravía y El gato sin botas; coautor de Libro al viento y de Memoria diaria de un condenado. Su colección de aforismos (“soy un fanático de la brevedad ¿y qué?”, escribió en una de sus columnas), titulada Emboscadas de los silogismos, incluye piezas como esta: “Odiar no es fácil, implica cierta autodestrucción”. También esta otra, bella y desamparada: “Frente al mar somos una gota humana”.
Conrado es tal vez el escritor más filosófico de la cofradía tomasina; puede afirmarse que es el más visceral. Al leerlo da la impresión de que en cada sentencia ha dejado las entrañas. Tiene dudas, lo cual explica que en su tono haya tanta seguridad. En una página dijo que escribir, para él, no era tanto una búsqueda, sino “un acto asesino” que, en el intento sostenido de aniquilar la angustia del ser, la reafirmaba, pero al mismo tiempo lo definía mejor como hombre.
—El suicidio es un tema recurrente en su obra. ¿Hablar del suicidio equivale a conjurarlo?
—Sí —dice; guarda silencio; añade—: Sí, porque contar ese dolor es empezar a buscar ayuda.
—¿De qué manera Santo Tomás ha influido en lo que escribe?
—Los flagelantes. Ver a unos tipos hiriéndose las carnes es una cosa que te impresiona y te hace reflexionar. Lo mismo me pasó al ver morir a unos amigos en las corralejas, corneados por los toros. Eso diría: los flagelantes y las corralejas. La diferencia está en que los que se flagelan se hacen daño a sí mismos, mientras que en las corralejas el daño se lo hacen también a otro. Además, si uno se pone a pensar, ¿quiénes mueren en las corralejas? ¿Hombres de corbata? ¡No! Muere la gente pobre, los más jodidos. Yo he venido trabajando para acabar con eso. Hace falta que llegue un alcalde con formación humanista.
Para Conrado, de hecho, la primera pregunta que debe formularse un intelectual es “¿qué es lo que nos hace humanos?”.
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